Premios anuales de la academia de las artes y las ciencias cinematográficas de España, popularmente conocidos como los premios LLORA debido a su lema: cada año un quejío, cada año un lamento (escuchando el de 2018, se diría que existe una ley que prohíbe a las empresarias con pasta –que las hay y muchas– producir maravillosas películas rebosantes de talento escritas, dirigidas y protagonizadas por mujeres).
Estos premios se entregan en una gala que, como espectáculo, viene a ser una especie de mantra consistente en escuchar cuarenta veces un discurso idéntico,
en el que solo cambian los nombres propios, y cuyo interés es tan
apasionante como contemplar durante tres horas un rebaño de ovejas
pastando inmóviles en un prado.
Desde el punto de vista sociológico y antropológico, la gala permite hacer tres descubrimientos:
Primero: El valor primordial del cineasta español, es la familia. Sería impensable una dedicatoria del tipo: brindo este premio a mis múltiples y sensuales amantes porque gracias a su apoyo moral, y pese a la banda de cretinos de mi familia, he conseguido llevar a cabo esta película. La familia ocupa el pináculo en el altar del cineasta español,
y algunos, para resaltarlo, llegan incluso a conversar con sus
parientes desde el escenario (tal vez porque en casa no se hablan).
Para transmtir este sentimiento de familia, qué
mejor que llevarse a la madre, ese personaje-musa que tan grandes
alegrías ha dado a los creadores de melodramas y tan grandes placeres a
los autores de relatos incestuosos. El padre, en cambio, apenas
aparece; no sé si porque desde el punto de vista de la dramaturgia es
menos conmovedor, y por tanto da menos juego, o porque fotogénicamente
no resulta tan presentable o porque como transmisor de valores y talento
se lo considera un elemento secundario y prescindible, o sea: el
eslabón sobrante de la cadena.
Únicamente se echa en falta, en esta Casa de la pradera del cine español,
a los niños. El próximo año podrían llevarlos porque, para culminar la
estampa de familia feliz, nada como unos niños correteando de acá para
allá y haciendo eso que todos los niños del mundo saben hacer
maravillosamente bien de una manera innata: tocarle los cojones al primero que pillan.
Segundo: el cineasta español es un ser sociable y solidario
que jamás se olvida de los conocidos, amigos y colaboradores hasta el
punto de que estos parecen constituir su segunda familia (lo cual
resulta meritorio, con lo duro que es ya aguantar una).
Tercero: el cineasta español es muy agradecido con el patrón que lo ha contratado,
algo muy comprensible en un sector donde la oferta de trabajo es
infinitamente inferior a la demanda, lo cual favorece abusos diversos
enraizados en el pasado e inevitables en el futuro.
Como se puede ver, el cineasta español es el prototipo perfecto de ciudadano ejemplar: amante de la familia, sociable, buen amigo y respetuoso con el patrón que le da de comer.
Si tenemos en cuenta que hace ahora cien años, cuando los judíos comenzaban a levantar Hollywood, el
mundo del cine era famoso por unas bacanales orgiásticas en las que,
aparte del sexo y algún que otro homicidio más o menos casual, corrían
el alcohol y la coca, la evolución de los cineastas, españoles en este caso, no deja de congratularnos. Aunque tampoco conviene olvidar que el cine, fábrica de quimeras, es un manojo de simulaciones y de mentiras.