La inteligencia de Dios es inconcusa.
De ello podemos hallar una muestra en el libro del Bereshith, también llamado el libro del Génesis, cuando se nos narra la historia de los hermanos Caín y Abel.
Caín se dedicaba a la agricultura, trabajosa y sucia ocupación que obliga a vivir con la vista clavada en la tierra. Abel, por el contrario, era pastor, oficio limpio y noble al que la humanidad le debe tres grandes hallazgos: la flauta, el churrasco y la zoofilia.
Queriendo mostrarle a Dios su gratitud, Caín le ofreció algunos productos de su huerta: espinacas, patatas, lechugas y manzanas.
Dios miró aquello y le preguntó vacilante:
—Que se supone que debo hacer con esto?
—Puedes cocinar un pastel de espinacas y patatas, acompañado de una sabrosa y
refrescante ensalada de lechuga, y, como postre, una tarta de manzana. Te vas a
chupar los dedos.Autor: John Reilly
Dios –por aquel entonces llamado Elohim– suspiró con paciencia antes de responder:
—Todo eso lo haces para ti y luego si quieres lo comes.
Unos minutos después llegó Abel, igualmente deseoso de mostrarle a Dios su gratitud, y le ofreció un cordero de su rebaño.
A Elohim se le iluminaron los ojos, sonrió y dijo:
—Hombre, esto ya es otra cosa… Unas costillitas de cordero a la brasa.
Tengamos presente esta lección que Dios nos dio sobre la manera correcta de alimentarnos.
Y no olvidemos tampoco que Caín mató a Abel. Es decir, no olvidemos que el primer asesino de la historia fue un vegetariano.